Por Jorge Daniel Testori
Que el Nº1 del mundo de todos los tiempos y dentro del deporte más popular sea un pibe rebelde nacido en un barrio humilde de un país remoto como la República Argentina, es un crimen con millones de jueces dispuestos a dictar sus fallos antes de enjuiciar al reo. No soy simpatizante de Argentinos Jr., no soy de Boca Jr. y menos del Nápoli o del Barcelona.
Mi corazón rojo pertenece al Club Defensores de Cambaceres, y la escarapela que luzco orgulloso en mi pecho tiene los colores de Gimnasia y Esgrima La Plata. La primera vez que ví a Diego Armando Maradona no sabía quién iba a ser. Año 1971, cancha de La Paternal y final del Torneo Reclasificación. Si Gimnasia ganaba era campeón y se salvaba del descenso. Si perdían los bichos colorados, descenso directo. Nos ganaron 4 a 1. En el entretiempo de ese conflictivo partido, Diego y otros pibitos del club local, se pasaron 15 minutos haciendo "jueguitos" con la pelota. Años más tarde vi al joven muchacho en el estadio del Bosque, y posteriormente en todos los rincones del mundo llevando su magia y su desparpajo. "La pelota no se mancha". Cuando pudieron, los poderosos le cobraron peaje y el Sr. Maradona lo pagó con creces. Tremenda responsabilidad para un simple hombre el vivir como un Dios fuera del Olimpo, ocupando los podios previstos para los privilegiados (rubios o morochos) que no generan contradicciones para las estructuras sociales, políticas y económicas. La osadía tiene un precio oneroso y la fianza un valor más elevado que prácticamente no permite conservar el alma.